Ultimamente no hay vuelo en el que no me toque un extraño especimen de pasajero como compañero de vuelo. Es cuando viajo que me doy cuenta de que la gente no es normal. Para mi, entrar en un avión, escoger un asiento y sentarme no resulta una tarea con mucho misterio, pero para algunos parece ser una misión imposible.
Como azafata de vuelo de una aerolínea 'low-cost', me he visto expuesta a un abanico de experiencias y personajes variopintos, y he de decir, sin ánimo de ofender a mis compatriotas, que el pasajero español es verdaderamente, un caso aparte.
Mi último viaje es un ejemplo perfecto de este extraño comportamiento que algunos españoles adoptan a la hora de tomar un avión. Me gusta el aeropuerto de Stansted; sus suelos enmoquetados parecen absorber los chillidos de los niños, las discusiones y demás sonidos que tienden a hacer eco en nuestros oídos en los aeropuertos. Me gusta sentarme en los sofás de Starbucks, tomarme un café y observar a la muchedumbre. No quiero exagerar pero, siempre son los pasajeros españoles los que se congregan delante de la pantalla de salidas, indignados porque la puerta de embarque de su vuelo aún no ha aparecido - sin percatarse de que aún quedan dos horas para el despegue de dicho avión, y de que los números de las puertas van apareciendo sucesivamente, en acorde con el paso del tiempo. Con una mezcla de risa e irritación, contemplo cómo se preparan para el evento deportivo del año, pataleando el suelo y respirando hondo, listos para salir pitando nada más aparezca el número de la mágica puerta.
Esta vez se trata de un matrimonio con hijos, con una determinación de acero por llegar a la meta y conseguir puesto en primera fila. Mientras Papá y Mamá corren ansiosos apenas mirando atrás, los peques se pelean con las maletas de ruedas, que se dan la vuelta en las escaleras mecánicas con la prisa. ¡Qué orgullo y qué felicidad ser los primeros de la cola! Mientras Mamá y Papá intentan recuperar el aliento, sus pequeños se sientan en las maletas, mirándose entre sí y dándose una enhorabuena silenciosa, sin percatarse de estar erróneamente ocupando la fila de 'Prioridad' y dando ejemplo al resto de pasajeros, que también empiezan a ocupar la fila equivocada.
La carrera no acaba aquí; aún hay que llegar al avión... Como con miedo de que el avión se despida sin ellos, después de entregar la tarjeta de embarque, la familia se abalanza por las puertas abiertas, no sea que los pasajeros con billete prioritario vayan a arrebatar todos los asientos disponibles.
Sinceramente, prefiero trabajar que viajar como pasajera. Cuando trabajo puedo observar el panorama desde una distancia segura. La majestuosa entrada de mis pasajeros trae consigo la insistencia en ocupar los asientos que han sido bloqueados por medio de las mesillas bajadas, aún cuando la cabina está prácticamente vacía; la terrible decisión que es elegir sentarse entre la fila 11 o la fila 12, comprobando que las ventanillas, los asientos y la moqueta no sean diferentes; el excesivo esfuerzo de colocar la maleta en los compartimentos superiores, para volver a bajarla repetidas veces en búsqueda del bocata, el periódico, u otros accesorios esenciales.
Me doy cuenta de que esta entrada suene un tanto agresiva y hostil por mi parte, pero después de estar sentada al lado de un hombre que no dejó de hacer clic-clic con su boli durante la totalidad de un vuelo, digamos que me vino la inspiración. Es curioso cómo viajar puede transformar a gente aparentemente normal, haciendo resaltar neurosis, manías, tic y malos modales. Quizá sean los síntomas de no sentirse seguro, de encontrarse en una especie de limbo, en tránsito, desarraigado; ese algo que va ligado a los aplausos eufóricos de los pasajeros nada más tocar tierra, contentos de haber llegado a casa sanos y salvos. De cualquier modo, mi intención no es quejarme, sino hacer una observación - en realidad aprecio la humanidad de dicho comportamiento, y las anécdotas que proporciona resultan siempre un buen tópico de conversación. Me tranquiliza saber que no todos saben volar eficientemente, y que la creciente impersonalidad de las grandes aerolíneas 'low-cost' se vea desafiada por estas peculiaridades e imperfecciones humanas.